¿A qué me refiero? En esta Semana Santa no existe tanta fiesta, algarabía ni jolgorio, sino que por el contrario sobre todo abunda el miedo y la preocupación, ¿no es cierto? El miedo es una emoción común a todos los seres humanos que, ahora está uniéndonos con muchísima fuerza….miedo a perder la salud y vernos afectados por el virus, miedo a perder nuestras finanzas o trabajo, miedo a que nuestra familia pierda a alguien o lo más importante…miedo a morir nosotros mismos. Pero, ¿sabes qué? no todos tenemos ese miedo.
Claro, me dirás, los ricos que pueden pagarse una protección personal o no tienen que estar expuestos, o incluso aquellos que solo tienen que quedarse en sus casas viendo Netflix…sin embargo, yo te hablo desde la exposición diaria. Algunos podemos no tener ese miedo porque en su día conocimos a alguien que le dio la vuelta completamente a nuestra vida, alguien llamado Jesús.
Este Jesús de quien te hablo resulta ser un hombre que, a pesar de vivir hace más de 2000 años nos hizo promesas que siguen vigentes hoy en día, entre ellas que somos más que tan solo seres corporales (Mt 6,25; Lc 12, 22, Jn 6.63) y que una vez que enfermemos y muramos, como es ley de vida, no todo va a acabar ahí, hay más. Eso es justamente lo que celebramos hoy, que Él mismo murió pero…hubo más (Mt 28.1-10; Mr.16. 1-8; Jn.20.1-10; Lc 24. 1-12).
El temor, el miedo y la desesperanza parecen diluirse por no ver un precipicio al final, sino un camino real a partir de donde estás, otorgando otro enfoque a tu manera de vivir y a lo que supone el miedo real.
Podrás preguntarte ahora… ¿y de qué me sirve a mí esto? Pues bien, realmente cuando entiendes lo que supone que a pesar de cualquier enfermedad, pérdida, dolor y muerte que puedas sufrir es algo que solo afecta a nuestros cuerpos mortales, no a quienes somos de verdad, y que además es algo que solo va a suponer una barrera a cruzar, no el fin, todo adquiere una nueva dimensión. El temor, el miedo y la desesperanza parecen diluirse por no ver un precipicio al final, sino un camino real a partir de donde estás, otorgando otro enfoque a tu manera de vivir y a lo que supone el miedo real (Mt. 10.28). Esto, que se convierte en algo literal cuando conoces a este hombre, es otra de las promesas que nos había dejado (Jn 7. 38) y pasas de estar ciego ante una realidad negra y sin rumbo a poder ver con claridad donde estás situado (Jn 9.25; Jn 8.31-32).
No puedes ver el coronavirus y otras muchas enfermedades que a diario sufrimos y, ya sea por sus efectos que estás viviendo o por el miedo paralizante que ves en la gente, crees en ellos. ¿Por qué esto iba a ser diferente?
Bueno todo esto suena muy místico, puedes pensar, pero yo mientras no lo vea no tengo tan claro que todo esto pueda suceder de verdad. Genial, es uno de los mandamientos de Dios, que lo amemos con toda nuestra mente, lo que incluye pensar entre otras cosas. Sin embargo, no puedes ver el coronavirus y otras muchas enfermedades que a diario sufrimos y, ya sea por sus efectos que estás viviendo o por el miedo paralizante que ves en la gente, crees en ellos. ¿Por qué esto iba a ser diferente? Realmente, ves los efectos de la existencia de Dios a diario, en pequeños o grande milagros, necesidades que cubre, personas que pone en tu camino…tienes múltiples ejemplos de esto en su palabra, y sin embargo, a diario le damos la espalda.
Otros, a partir de aquí podrán decir, sí, es cierto, yo he notado algunos de esos cambios, detalles diarios y pequeños caprichos y giros que, parecieran estar orquestados a mi favor conociéndome desde hace mucho. Ese es el destino, el espíritu que a todos nos une pero nada de crear estatuas, ni templos, ni religiones que me encarcelen…pues bien, no exactamente. Es cierto, que es un Dios que no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombre, como si necesitase algo; pues es quien da a todos vida, aliento y todas las cosas (Hch 17. 24-25), sin embargo, solo he hecho lo que en su día hizo el apóstol Pablo con gente que pensaba como nosotros, y que adoraban al “Dios no conocido” sin saberlo, es decir, solo te lo he presentado (Hch 17.23).
Llegados a este punto, tal vez, empieces a ver la importancia de conocer realmente a este Jesús, lo cual es posible gracias a que, en una semana como esta hace más de 2000 años, ocurrió algo. Dios, quien había manifestado en todo su antiguo testamento la llegada de Su hijo un día cumplió, una vez más, su promesa. Tras vivir Él una vida perfecta, cumpliendo cada una de las leyes y ordenanzas impuestas y sin tener pecado alguno, llegó a lo último, morir en mi lugar para que yo no tuviera que hacerlo. Ser el cordero, tantas veces anunciado (Jn 1. 36; Ap 5.12), que posibilitó que tras arrepentirme de mis pecados y, solo por su gracia inmerecida, pudiera acceder a esa vida real, eterna y completa con Él que tanto había prometido (Ro 10. 9-13; Ap 7.17).
Alguno podría pensar…”bueno, yo tengo demasiados pecados y demasiado grandes, no soy perdonable”. Sin embargo, esa es justo la clase de persona que busca Jesús, puesto que Dios mismo dice de sí en su palabra que Jehová es tardo para la ira y grande en misericordia (Nm 14.18) y que si confesamos nuestros pecados , Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1º de Juan 1.9). Él puede y lo hará (He 4.15).
Hace poco leí un pequeño proverbio que decía algo así como… “primero te deja sin palabras, luego te convierte en un testigo”, al final no solo es algo verídico sino que es otro de los mandamientos que nos dejó (Hch 1.8). No esperes más ni lo pienses demasiado, ¡te animo a conocerle personal y directamente!
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